Aquellos hombres que emprendieron el temerario viaje en el siglo XV se equivocaron: La tierra es plana. Y Newton, ¡qué clase de locura la que le aquejaba! Aquella manzana se había desprendido del árbol y se mantuvo flotando a la misma altura en que se encontraba. ¡Pobre señor!, se habrá quedado dormido leyendo debajo de la sombra de aquel árbol y seguramente soñó con un país de las maravillas, de prodigios imposibles como la fuerza de gravedad.
¿Cómo creer toda esa falacia, cuando tocar el piso es casi un lujo, y el tráfico de hombres y mujeres por los aires es un desastre? ¿Qué decir de estos trescientos sesenta y cinco días (y a veces sesenta y seis) de luz y luego otros de oscuridad? Una tierra redonda es la locura más grande, ¿cómo emprendería yo esos viajes al plano de abajo? Cada vez que puedo (y eso no se lo digan a nadie) me escapo unos cuantos días (no son ochenta, como creyó que podía hacerlo Fogg; Verne, ¡qué desvarío!) y vuelo, por supuesto, asiéndome de los altos tubos enterrados para no perderme en el espacio y tener que saborear de nuevo el ozono. Vuelo hasta el plano de abajo. Lo llamo el Paralelo, allí todo es al revés. Mi familia no sabe nada, ellos temen que al final de la Tierra, en lugar de las alocadas bestias que hay, el mundo tenga una especie de curva, de forma que saliendo mi yo natural por el este, pudiese regresar por el oeste pero de distinta manera: mi yo siniestro, mi yo desenfocado, mi yo verde, mi yo de cabeza, mi yo en negativo, mi yo de espaldas.
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